En 1515, donde los Pirineos dan paso a la llanura gascona, en un lugar llamado Garaison, mientras pastoreaba e hilaba, a la jovencita Anglesa de Sagasan se le apareció la Virgen, y una segunda vez, y a la tercera, para que la creyera, obró un milagro: convirtió el pan negro de Anglesa en pan blanco. Y no digáis ahora, entre el desprecio y el escándalo, “¡pues vaya milagro!” Durante siglos el plan blanco ha sido un lujo al alcance de muy poca gente. Recordad a Heidi, la versión literaria y alpina de Anglesa, cuando servía en casa rica, que guardaba trozos de pan blanco para la paupérrima abuela de Pedro. Ahora se nos ha olvidado, pero en Europa la mayoría ha sido pobre hasta hace no tanto.
Bien, pero… ¿y esto qué tiene que ver con las Navidades? Entre los ritos vascos que pretendían beneficiarse de la fuerza mágica de la Nochebuena, se ha recogido el de poner un trozo de pan bajo el mantel, un trozo que no se enmohecía y servía para protegerse de todo tipo de males, como tormentas, enfermedades o la rabia de los perros. No era el Cuerpo de Cristo, ni se llevaba a la iglesia. No, era el pan de casa el que aseguraba el bienestar del año, del mismo modo que el lino o lana hilados o el tronco que ardía esa noche, No en balde decimos “ganarse el pan”.
Igual os parece poco, pero eso os deseo para el 2025, que no os falte el pan de cada día.
Y ya que estamos en Gascuña…

